
De mi pijama de puntos rosas, ese que siempre me ha quedado demasiado grande y demasiado corto, a mi camiseta blanca, la francesa, que no parece francesa, pero lo es. De lo blanco a lo gris de mi suéter, el del hoyo en el cuello y las manchas verdes y negras en la manga derecha (con la que agarro los pinceles que arrastro por el lienzo). De ahí, de entre mi cuerpo, de sobre mi cuerpo, a mis manos que escriben sobre un teclado blanco (ese que de repente vuelvo a hacer blanco con una goma de migajón-de esas que son de pan). Del teclado a mi cama, también cuadriculada, pero sin letras y con colores (sin naranja). Luego los cojines de la India que alguien surció con paciencia, que no combinan ni entre si ni con mi cama. Por la pared blanca y el apagador que ya me se de memoria, hasta la esquina del techo, donde vive una nube arrinconada.
Todo el tiempo recordando lo que acabo de ver que no veía hace mucho tiempo y que no veré tampoco muy pronto que digamos (así parece).